Fragmentos

             —Sólo sirves para ser linda —murmuró dentro de la taza de café, que absorbió delicadamente mientras sus lentes empezaban a empañarse. 
             No le gustaba mirar a los ojos cuando conversaba, gesticulaba con las manos, impaciente por enhebrar correctamente sus ideas. Muchas veces creí que hablaba consigo mismo, indiferente a la reacción de mis gestos, esquivando la mirada, maldiciendo entre susurros cortos. De él aprendí a mirar al suelo, a escuchar los sonidos cerrando fuertemente los ojos, eso, muy pronto, se convirtió en uno de mis juegos favoritos.
             Levantó la cabeza y se quedó observándome, sosteniendo las gafas con los dedos sucios de una mano y con la otra frotándose fuertemente la sien. Quiso decir algo pero se arrepintió prontamente. 
             Escuchábamos “Sometime, Somewhere, Somehow”  que emergía finamente de la trompeta de Takuya Kuroda, mientras nos recostamos en el frío suelo del taller. Trajo una caja de madera, pequeña y derroída, que nunca quiso decirme de dónde la consiguió, pero supuse que la había robado, que no era suya —No sé muy bien porqué pensaba eso, digamos que es una de las cosas que intuía y que me aterraba intuir— De dentro sacó la pipa de piedra, fumó primero y después se me acercó y me besó en la oscuridad. Mordiéndome los labios, mezclando el humo de la yerba, los chiclets y el mal aliento. Entonces yo cerré (traté de cerrar) con más fuerza los párpados, para poder imaginarme su rostro tergiversado entre colores magenta y amarillo. Todo esto entre el espacio oscuro de mi imaginación. Pero por más esfuerzo que hacía, nunca lograba construirlo en imágenes. Lo único que venía a mi mente eran los escupitajos en las paredes, las manchas de café cerca su escritorio, la pintura enmarcada de la que se siente orgulloso (que en realidad no está tan mal) un vaso de cristal donde bota las cenizas de los cigarrillos, el destello del encendedor de plata que fue lo último que resplandeció en el cuarto antes de olvidarme de él, antes de quedarme en silencio en la oscuridad procurando recordar su rostro, procurando acariciarle los dedos, sintiendo su cuerpo cerca al mío, desabotonándole la bragueta y encontrándolo caliente e inquieto.
             No me había dado cuenta pero llovía hace ya un largo rato. Las gotas caían menudas y constantes provocando una suave canción. En todo el edificio las puertas se cerraban de golpe. Supuse que acompañando a la lluvia, había empezado a ventear. Y me imaginé las largas gotas de lluvia deformadas por el viento que danzaban en líneas oblicuas y transparentes, empapando en caricias la calle y las plantas, y a las personas. Me descubrí el labio mojado; pensé en aquella vez que me mordió los labios, aquel día me aterré con el pequeño charco que se hacía en el suelo del taller. Pero esta vez eran los labios de él que se apartaban delicadamente de los míos pensé que me mordías dije sonriendo, esperando que a el también le causara gracia la frase.
             Dijo algo que no pude entender. Apartó su cuerpo suavemente. Besó las gotas de sudor que me habían caído al pecho. Se bañó y después volvió al taller, quedándose en silencio por un largo rato, leyendo o dibujando. De vez en cuando mirándome con la atención perdida, infinitamente triste y solo, atrincherándose en el pequeño rincón. Empecé a sentirme sucia y con la piel desnuda y salada sobre el piso. Quería encender un  cigarrillo; fumarlo sin ningún agrado tan sólo para poder nublar el taller, para poder ver las cosas como manchas volutas. Por un instante tuve esta imagen en la memoria: sacaba la cabeza de la arena movediza, tomando un primer y anhelado respiro, volvía a sumergirme y viajar a lo más profundo, sin importarme nada, sin importarme por quién lo hacía, empecinada en navegar más deprisa, hasta lo más oscuro.

             La Doctora Cramer me había hablado sobre los buenos hábitos “Losss mismos corrigen cualquier episssodio de ansssiedad. Por ejemplo, cuando tengasss hambre sírvete una porción en un plato y sssiéntate en la messsa para comerlo, en vez de andar picando pedazos por aquí y por allá” La doctora tenía un ceceo al hablar. Sentenciaba las frases con un poco de exageración para poder hacer menos evidente las “eses” arrastradas y desvalidas. Tenía los espejuelos de los anteojos sucios, impresos con manchas grasientas de dedos. Tras ellos, unos ojos profundos y grandes, y azules, que miraban aún con cierto escrutinio profesional. Varías veces me perdía escuchando sus palabras, volvía a prestarle atención pero me costaba mucho fingir interés. La verdad es que lo único que me emocionaba era ver pasar el cuarto de hora en el reloj circular colgado a lado de sus diplomas académicos, debidamente enmarcados.
             La Doctora Cramer fue quien sugirió escribir, y es por eso que escribo ahora. Le expliqué que para mí es mucho más fácil apropiarme de un color, elegir un pincel, quedarme horas y horas viendo como el carbón crea machas y texturas, y pequeños cráteres en la hoja de papel, que, dicho sea de paso, es la afición de estos últimos días, y he estado trabajo por la noches en rostros, en gestos a carboncillo… Pero ella ordenó comprar una libreta y escribir todas las mañanas. 
             Debo confesar que me gusta, que de verdad siento que puedo explicar las cosas sin prescindir de nada; sin limitarme a nada, tan sólo viendo como el bolígrafo crea símbolos, al principio ajenos, ahora familiares.  
             Si dejaba la rutina de escribir pronto caía en un mal humor o en un deseo irreprimible por llorar. Y pasaba los días encerrado en el taller, fumando, recostado en el suelo, sin bañarme, sin comer nada, sin ganas de nada más que escuchar música. A veces ese gran disco “Rising Son” pero otras veces sentía un cansancio apabullante que me reducía a quedarme quieto, mirando los dibujos que había pegado en la pared, imaginando personas, imaginando lugares. Esperando la bondad de cualquier gesto, cualquier llamada que me saque por un momento este rostro de miseria, de suciedad, de piel salada y asquerosa. Apagué el último cigarrillo en el piso, me costó mucho levantarme y mirarme en el espejito circular de la mesa. 
             ¿A qué olía? Me perturbaba la pregunta, talvez había olvidado también su aroma, el perfume de sus manos blancas, de su cuello largo y fino. Su cuerpo desnudo en el desorden del piso de mi taller, cubriéndose los senos demasiado pequeños. De pronto, me asaltó la certeza de que estaba olvidando su rostro. Pero era imposible. Tan sólo hace algunos días ella había estado aquí, había pataleado en el suelo de este taller, habíamos llorado abrazándonos después. Se sentó en el sillón gastado, las rodillas sobre la barbilla. La cabeza hacia un lado mirando atentamente el suelo, el cabello encrespado del que le salían grandes mechones ondulados que caían sinuosos sobre su rostro hasta los brazos delgados y desnudos. Con una mano se tocaba los dedos de los pies, acariciándose las uñas pintadas de rosa. Posiblemente estaba triste, por alguna cosa que le dije, que ahora me es imposible recordar. 
             Pero recuerdo perfectamente (como si estuviera aquí ahora mismo) la suciedad de la pared alrededor de ella, adornándola.
             Había una distancia, absurdo era no reconocerlo. Pensé que eran cosas de los medicamentos, que aquellos pensamientos las provocaban las pastillas de me tomaba por las mañanas. Esto lo supe mucho antes, incluso antes de que ella se quedaba a dormir en el taller. Las primeras veces logré darme cuenta que era algo más y no quise decir nada, ni enojarme, ni reprochar. Muy al contrario de mi carácter, solo me quedaba con la sensación de ese espacio vacío, esa distancia gigantesca que nos separaba… 
                 Y así todas las veces. 
             Hasta que un día acepté esa maldita incomodidad ¡De veras que la acepte! y mientas nos besábamos empecé a morderle los labios; con ganas de sangrarla, con ganas de partirle la boca. Y ella se asustó y me empujó muy violentamente. Tocándose con un dedo tembloroso los labios y mirando la mancha de sangre que manaba; que empezaba a gotear en el piso sucio del taller.

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