Historia de una sonrisa y un espanto


Perdí el ímpetu de otros años, lo supe hoy cuando me costó muchísimo subirla por las escaleras y atarla a la cama. Cuando le quitaba el pantalón pensé que se despertaría, movía los pies inquietamente y pude ver tan cerca aquella infinidad de pequeñas cortaduras que tenía en el muslo. Acerqué cuidadosamente el dedo índice para tocar la profundidad de aquellas laceraciones que habían cicatrizado de mala manera. No se explicar muy bien cómo, pero logró liberar una pierna de las ataduras y me empujó. Creí que me reconocería, pero antes de cualquier cosa dio un salto y se resguardó al otro lado de la cama, en un movimiento casi instintivo se cubrió la entrepierna y se tocó los pechos sólo para darse cuenta que aún tenía puesta la camiseta negra.

¡No me creía con tanta suerte! Fueron innumerables las veces que la había espiado; que, en un secreto delirante, había guardado las fotografías que le tomaba al más mínimo descuido, fui meticuloso y decidido, la había perseguido por las calles; resguardándome  siempre en la oscuridad que me brindaba la mala iluminación. 

Lo reconocí aún antes de abrir los ojos. Cuando por un momento, supe que se había acercado hasta el pecho y quería tocarme los senos. Lo sentí a través de su respiración apurada, de su aliento amargo que se confundía con el asqueroso aroma de su perfume barato.

Siempre sentí mucho aprecio por todas esas imágenes que me proponía la decadencia de la noche. Respetuosamente aceptaba cualquier aventura. Miraba a los demás por medio de la transparencia de mi vaso de cerveza con granadina; abrigada por la confianza que me soltaba la lengua y aligeraba el temor de mi timidez. A esto se mezcló una línea de humo que al principio me interesó muchísimo. Simplemente no podía dejar de mirarle los grandes ojos cafés. Me trajo un popote y sin preguntarme siquiera, lo puso en el vaso de cerveza. Fue así que le vi las manos y me aterré; de esos largos y ahuesados dedos que me provocaban una asquerosidad muy extraña. Y creo que él se percató, pues retiró con rapidez la mano hasta esconderla en uno de los bolsillos de su chaleco. Y Sonrió. 

Mis dedos van acercándose hacia ti, poco a poco voy percibiendo el calor que emana tu nerviosismo ¡Por Dios! No me creo con tanta suerte de tenerte aquí, por primera vez tan cerca mío. Atada a la cama, con la camiseta negra cubriéndote los pezones eréctiles. Sé que estás asustada, lo siento cada que resuelves salir por un instante de ese sueño de diazepam, y logras inquietarte y frunces la naricita. 
Y pataleas la cama, comprendiendo quizá que algo malo está por sucederte.

¿Acaso no es lo que querías? Cuando salimos del café y me besaste la boca y me mordiste estúpidamente los labios. Cuando gemías y gritabas, sin importante los borrachos que pasaban por la calle y nos miraban con asombro y se reían. Y yo intentaba halarte lo más fuerte del pelo mientras no paraba de frotar mi cuerpo contra el tuyo ¿Acaso no te gusta esto? ¿Porqué te estremeces? ¿Porqué me miras con esos ojos de súplica, tapándote nerviosamente la entrepierna? 

No lo reconocí a la primera. Ahora sé que lo confundí en el recuerdo interno de un sueño artificial, donde se mezclaron rostros pasados y sonrisas de espanto. Y me da tanta lástima verlo en la luz del día alisándose el pelo e indicándome, con un oscuro y asquerosísimo dedo, las sogas con las que me había atado. Fue así que sentí por primera vez un vacío en el estómago, cuando por un instante logré mirarme desde otro rincón de la habitación y me percaté de la puerta bloqueada y de la sombra oscura y putrefacta que proyectaba la ventana. “Pertenezco a ti” suspiré y cerré el único ojo que tenía en el rostro. Había perdido el otro, no supe cómo, y sentí tanta repugnancia por mí misma.

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