Fragmento de Las Hormigas

Nosotros mismos somos también un río, un río que cambia continuamente Nosotros somos también fluctuantes. 



          Gretél se queda callada un momento. Ha escuchado la última frase, aún cómo un eco resonante en la cabeza, “Ideas, que remiten todo al principio” Se ve como en un espejo: abstraída (o secuestrada) entre una aglomeración de pensamientos e incomodidades, silencios que no la dejan en paz.
          Sentada en un banquito de la Plaza de Las Flores, se siente un poco extraña con las sandalias y el vestido floreado. Había reusado a ponérselas para salir, y siempre optaba por las botas negras y percudidas que Brenda le había elogiado en el café, la semana pasada, cuando probaron por primera vez las pequeñas y coloridas pastillas. Ese día, en el Café, la gente se adentraba al Infierno, era de madrugada, en el local ya no quedaban más que los clásicos borrachos durmiéndose en mesas llenas a tope de botellas, más allá una mesa de chicas jóvenes. La música se había apagado, sólo se escuchaban desvaríos y risas, y el gracioso tin tin de las copas. Gretél ya sentía el deseo de irse a la cama y descansar un poco la cabeza, que le empezaba a dar vueltas y que “me hacen sentir como si estuviera en un trampolín” había dicho. Brenda, sin embargo, fumaba sin parar, bebía sin piedad, y miraba a las chicas borrachas y muy putas de la mesa de enfrente. De vez en cuando sus ojos tendían a perderse en sonrisas ajenas. Quería tanto ir hacía ellas, proponerles continuar bebiendo en otro boliche, invitarles las pastillitas que tanto le fascinaban, terminar en cualquier cama con la más linda (la más puta, que llevaba un vestido negro fascinante y unos tacones altos; brillantes y muy de puta) la más puta, la más hermosa de ellas, la más puta, y… Pero se quedó callada, miró su copa; la cerveza se calentaba poco a poco. Te imaginas le dijo a Gretél “Nosotras somos dos viejas tontas que estamos en este local de niños. Tomando cervezas y fumando cigarrillos de mierda. Deberíamos estar en nuestras casas, cuidando a nuestros hijos y tomando té” Se hizo un moño grande y abultado en la cabeza y sonrió; con esa sonrisa tan propia de la gente que mezcla cerveza y clorazepam: hablando para sí mismos, gesticulando con las manos. Pero también parecía una reina fulgurante, con un maquillaje arquitectado a la rápida. Una canción se sentó junto a ellas: (Esperar a que dejes de mentir,/Solicitar una cláusula de aprendiz./No eras lo mejor que me pudo pasar,/Un montón de cabos sueltos que no pude atar) Gretél prendió un cigarrillo; aspiró y cantó con tristeza el verso que seguía.
          Hoy era un nuevo día. Se citaron a las ocho en los banquitos de la plaza. Aún eran las seis y tantos y Cochabamba era ya una ciudad destellada, un foco de neón que empezaba a desprender luminosidad por sus calles. Gretél se sentía menos incómoda. La oscuridad traía ese infranqueable manto que a todos nos sirve para sentirnos cómodos. Teniendo una cajetilla de cigarrillos, nueva y empaquetada, nos sentimos reyes. Miró hacía abajo, las uñas de los pies estaban pintadas de negro “Nunca me he pintado las uñas, ni siquiera las de las manos…Espero que por lo menos...” miró al grupo de chicos que bebían vodka en el banquillo de enfrente. Ellos la miraron y se rieron, eso le incomodó un poco y quiso sacarles el dedo del medio, pero se lo guardó. Atrás de ellos, caminando en zigzag una mujer robusta y con largas piernas hacía sonar sus tacones altos, y un sobretodo blanco se meneaba a pocos centímetros del suelo. Le pareció simpática y no tan vieja desde aquella distancia, estaba altiva, parecía una Reina, una jodida Reina con cocaína desfilando por el corriente sanguíneo. Cuando se acercó lo suficiente le pudo ver los ojos pintarrajeados. “¿Y para quien te vistes tan puta?” le dijo, pero Brenda se precipitó: acercó la mejilla para que Gretél le diera un beso.
          Se besaron en la boca.
          Se tocaron los dientes, se sintieron el aliento caliente y se mordieron los labios. Sus bocas, juntas, eran una especie de sabor amargo que las tomaba de las manos y las engullía, era delicioso e incorrecto. Besar esos gruesos labios, esa pequeña lengua que también servía para...
Los chicos que bebían vodka se voltearon a verlas, volvieron a reír, esta vez con grandes carcajadas: Un par de viejas lesbianas mostrándose afecto en plena plaza.

          Un hombre grande y calvo se sentó en una mesa, hizo un ademán para que Viti viniera, ella se movió como un pequeño gusano en una multitud de gigantes. Pidió una botella de vodka. Viti la trajo y sirvió un poco en una copa y después la puso encima de una servilleta blanca, trajo además un cenicero, pero el hombre grande y calvo hizo una señal con el dedo para que se lo llevara. Gretél observaba. Brenda se levantó de la mesa, tambaleo un poco al quitarse las sillas del camino y se sentó en la mesa del tipo calvo. A su lado, un grupo de francesitos cruzaban las piernas y movían los pies, esperando impacientes a que llegara la comida: Cassoulet. Miraron atentamente a Brenda hablar con el hombre calvo. Un plato humeante y muy mal servido llegó a su mesa, fruncieron las cejas. Gretél la miraba aterrada. Vio que el tipo se empezó a reír descomunalmente y que se restregó en la silla y cruzo las piernas, como si la conversación se hubiese tornado interesante. Alguien hizo doble clic en un botón de reproducción y Red Right Hand de Nick Cave And The Bad Seeds inundó todo el local. A Gretél le gustaba ese sonido oscuro, aunque no fuera de su época “Take a little walk to the edge of town/Go across the tracks/Where the viaduct looms,/like a bird of doom/As it shifts and cracks” Era la canción precisa, ese sónico y pausado movimiento en que el ambiente se tornaba con la voz de Nick Cave, el sonido de ese bajo circunvalando cómo serpiente, y en un acto involuntario te veías con la copa cerca del labio, meneando la cabeza.“They're whispering his name/through this disappearing land/But hidden in his coat/is a red right hand” repitió Gretél, “Red right heeend” cantó imitando la voz que ponía Nick.
          Subieron los escalones. Cuarto piso, qué tortura. Viti se agarraba del sobretodo de Brenda, parecía un pequeño mono que no quería soltarse de su madre. “Pobre niña” pensó Gretél, “la hemos seducido, la hemos embriagado y le hemos dicho algunas tiernas palabras, y ahora se nos pega como si fuéramos algo viscoso”. Subieron así: El Hombre Calvo adelante, llevando el Fernet, Brenda agarrada de Viti, y al final Gretél, expectante.
          El cuerpo desnudo de Brenda se agitaba en el suelo lleno de colillas de cigarrillo. El cuarto oscuro, polvoroso y rojo. El hombre grande y calvo la embestía con ganas, su culito peludo y blanquecino se movía al compás de los gemidos. Sacó la verga de un mato de pelos que formaron un chivo de diablo debido a la humedad, y la volvió a meter, esta vez sin la prudencia de lastimar. Empezó a pujar, al principio aún con un poco de cautela, pero después con frenetismo. Apartaba los muslos, esperando encontrar una posición más cómoda. Intentaba mirarla, pero había un dejo en esa expresión; unos circunspectos labios, un maquillaje corroído, añejo y mal hecho (tan de vieja) una lagrimita que apenas se desprendía de los ojos, el cabello en desorden empezando a mojarse en sudor. Su aliento era dulce pero asqueroso. Empezó a lamerle los pezones (a chupar) y sabían a algo salado, eso le repugnó un poco. Gretél tenía miedo a quitarse el sostén y mostrar sus senos escurridos, esa imagen que hacía mucho recuerdo a las sirenas del cuadrito de alguna sala perdida. Los miraba, con unas terribles ganas de romper a llorar y un poco temblorosa empezó a ceder, a quitarse el sostén. Después, mientras miraba como las pupilas se le iban hacía atrás y sólo quedaba lo refulgente de los ojos; sonrío, esta vez con una auténtica y verdadera sonrisa, y se dejó llevar.
          Afuera llovía, a muchos les parecía un embrujo.
-Maldita puta lluvia de mierda -dijo Viti, desde lejos de los cuerpos.

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